La fe se sienta a la mesa
- Marissa Galvan

- 6 oct
- 6 Min. de lectura
Este es el sermón del 5 de octubre de 2025, basado en Lucas 17:5-10
La explicación de la fe según Lutero

Esta semana estuve trabajando con un estudio sobre Martín Lutero, el gran reformador de la justificación por la fe solamente. Lo que llamó mi atención fue la profundidad con la que él luchó con lo que podríamos llamar las «matemáticas de la fe». Al leer la Biblia, especialmente la carta de Pablo a los Romanos, Lutero se dio cuenta de que la manera en que la Iglesia enseñaba la fe no era fiel a las Escrituras. Así que comenzó a replantear toda la ecuación.
Hasta ese momento, la Iglesia enseñaba una fórmula que se veía así:
Fe + obras = salvación.
Esa comprensión sigue presente hoy, y algunas personas quizá la reconozcan. Pero Lutero se preocupaba de que las personas cristianas pudieran creer que la salvación se obtiene por el propio esfuerzo. A eso él lo llamó justicia por obras. En su tiempo, con frecuencia se decía que dar dinero o realizar actos de penitencia podía contribuir a la salvación. Sin embargo, en las Escrituras Lutero descubrió que la gracia de Cristo es suficiente por sí misma. La salvación es un don de la gracia de Dios, recibido por medio de la fe. Al insistir en el sola fide —la fe solamente—, Lutero estaba protegiendo la verdad central del evangelio: la salvación no es Cristo más el mérito humano; es solamente Cristo.
Así, Lutero propuso una fórmula diferente:
Fe = salvación + obras.
En otras palabras, somos justificados/as por la fe; somos salvos/as por la fe sola; pero esa fe naturalmente produce buenas obras. Si no lo hace, no es una fe genuina. Lutero dijo en una forma más contemporánea: «Las buenas obras no hacen buena a la persona; pero la persona buena hace buenas obras». Con «persona buena» se refería a una persona cristiana hecha justa por la gracia de Dios. No recibimos salvación por las buenas obras, pero una vez que la hemos recibido —la justificación por la fe— somos movidos y movidas a realizarlas. La fe no es algo que ganemos o logremos; la fe misma es un don de Dios.
Una fe como grano de mostaza
La biblista Margit Ernst-Habib escribe sobre la dificultad del pasaje que acabamos de leer. Ella identifica dos tensiones principales en el texto.
La primera es que Jesús parece describir un tipo de fe que suena poco realista. Después de todo, dice que incluso una pequeñísima cantidad de fe —como un grano de mostaza— puede arrancar un árbol y plantarlo en el mar. Esto plantea una pregunta inquietante: si no vemos tales milagros, ¿significa eso que nuestra fe es insuficiente?
La segunda tensión se encuentra en el lenguaje de esclavitud e inutilidad. Jesús parece comparar a los discípulos con «siervos inútiles» que no deben esperar gratitud por hacer su deber. Para muchas mujeres, esto evoca historias dolorosas de haber sido llamadas a servir en silencio y sin reconocimiento. Y para las sociedades aún marcadas por la esclavitud, ese lenguaje tiene ecos deshumanizantes y peligrosos.
Ernst-Habib propone que enfrentemos estas tensiones desplazando el centro de la fe, alejándolo de nuestro ser y poniéndolo en Cristo.
Primero, debemos comprender —como lo hizo Lutero— que la fe no es nuestra posesión ni nuestro logro. Si consideramos la fe como algo «nuestro», este pasaje puede volverse opresivo. Podemos pensar: no tengo suficiente fe, por eso no ocurre nada milagroso o debo aceptar que no tengo valor.
Segundo, debemos reconocer que la fe es un don de Dios. Cuando los discípulos le piden a Jesús que aumente su fe, ya están confesando que la fe es algo que solo Dios puede dar. Como dice Ernst-Habib: «El crecimiento de la fe no es el resultado de un programa de diez pasos para tener más fe». La fe no se gana con esfuerzo; se concede por gracia. Ella añade: «El verdadero milagro en las palabras de Jesús no trata de desafiar las leyes naturales, sino de la presencia de la fe verdadera: una fe que se aferra a Dios, para quien nada es imposible», haciendo eco de las palabras de Lucas al comienzo de su evangelio.
Tercero, la fe significa confiar en Cristo, no evaluarnos a nosotros/as mismos/as. El milagro que Jesús describe no trata de hazañas sobrenaturales, sino de una confianza genuina inspirada por el Espíritu. Aun la fe del tamaño de un grano de mostaza es suficiente, porque lo que importa no es su tamaño, sino su objeto: Cristo mismo. Esto cambia la perspectiva de la parábola: los discípulos no están llamados a mirar hacia dentro, a su debilidad o a su «valor», sino hacia afuera, a Cristo, cuya fuerza es suficiente.
Interpretado así, Ernst-Habib muestra que el pasaje no trata de despreciarse a sí mismo/a ni de cumplir demandas imposibles. La fe es libertad de la autoexigencia. Nuestro valor y nuestra salvación no provienen de nuestra fuerza, de nuestras obras ni de nuestra suficiencia, sino del don generoso de la fe en Cristo. El verdadero milagro es que el Espíritu Santo nos une a Cristo en la confianza, sin importar cuán pequeña esa confianza parezca.
Ven a la mesa
Como hemos compartido antes, en esta iglesia practicamos una mesa abierta. Un recurso presbiteriano llamado Invitation to Christ: A Guide to Sacramental Practices (Invitación a Cristo: Guía para las prácticas sacramentales) habla claramente sobre el carácter abierto y acogedor de la Mesa del Señor.
Esta apertura es importante por varias razones. Primero, la mesa no nos pertenece: le pertenece a Cristo. No es una mesa presbiteriana; es la mesa de Jesucristo. Todas las personas que se acercan con fe —la fe que es en sí misma un don— son bienvenidas a participar en la cena: bautizadas o no, miembros o no.
El documento también nos recuerda que la invitación desde esta Mesa es una invitación al discipulado continuo. La apertura de la Mesa no es algo casual ni permisivo; es el llamado de Cristo a la transformación y a la pertenencia. El sacramento es tanto un don como una vocación: quienes vienen reciben la invitación a vivir como discípulas y discípulos en el mundo, alimentados y enviados por Cristo. ¡Y esto es algo importante que recordar en el Domingo Mundial de la Comunión!
¿Recuerdan la fórmula de Lutero: Fe = salvación + obras? En esta mesa celebramos la gracia, y respondemos con gratitud.
En nuestra liturgia de comunión siempre comenzamos con una invitación. Usamos diferentes palabras cada vez, pero siempre hay una bienvenida. Encontré un ejemplo hermoso en un recurso de UKirk, nuestro programa para ministerios universitarios en la Iglesia Presbiteriana (EE. UU.). No la usaré hoy en la comunión, pero quiero compartirlo como reflexión:
Amigas y amigos, en la plenitud de quienes son,
les damos la bienvenida aquí.
Si esta es su primera vez o si vienen cada semana,
les damos la bienvenida aquí.
Si todo en esta mesa les resulta familiar o no tienen idea de lo que ocurre,
les damos la bienvenida aquí.
Si su fe se siente fuerte y firme, o incierta, o incluso ausente,
les damos la bienvenida aquí.
En la plenitud de quienes son, vengan a esta mesa,
abrazados y abrazadas por la bienvenida.
Eso es la gracia de Dios. Ese es Cristo, nuestro anfitrión.
Vengan y tomen su lugar en la Mesa, porque este momento no trata de quiénes somos, de nuestro estatus, género o procedencia.
Esta no es nuestra mesa.
Esta no es nuestra fe.
Es la mesa de Cristo. Es la fe de Cristo.
Montaje de fe
El libro que estamos leyendo en el estudio bíblico se titula Everything Good About God Is True: Choosing Faith (Todo lo bueno sobre Dios es verdad: Elegir la fe), de Bruce Reyes-Chow. En él, el autor habla de afirmar lo que creemos. Usa la expresión montaje de fe para describir cómo se desarrolla la fe: no como una historia única, pura o lineal, sino como un collage de experiencias, relaciones, dudas, prácticas e intuiciones que, juntas, forman la vida de fe.
Desde esta perspectiva, la fe no es un logro que se completa, ni un proceso uniforme que se domina, ni una roca inmutable que se posee. En el evangelio de hoy, Jesús desafía precisamente esa suposición. La fe no es algo que podamos medir o acumular, ni está destinada a hacernos sentir poderosos o excepcionales. En cambio, la fe —aun del tamaño de un grano de mostaza— es suficiente cuando está arraigada en la humildad y el servicio. No se trata de tener más fe, sino de confiar lo bastante como para actuar, incluso en cosas pequeñas.
Como diría Bruce, la fe de Cristo en nuestro ser es una fe con capas: tejida de momentos de gozo, lucha, gracia, confusión y renovación. La fe de Cristo en nuestro ser es comunitaria, formada a través de los encuentros con otras personas. La fe de Cristo en nuestro ser es dinámica, en constante desarrollo a medida que experimentamos la revelación continua de Dios en cada escena de nuestras vidas.
Cada acto de misericordia, cada vez que servimos sin esperar agradecimiento, cada momento en que seguimos confiando: todo esto se convierte en las escenas del montaje de nuestra fe. Y aun el cuadro más pequeño —el grano de mostaza— puede contar toda la historia de la gracia de Dios.
Así que, mientras la fe se sienta a acompañarnos en la Mesa, y mientras seguimos clamando: «Auméntanos la fe», recordemos esto: la fe es suficiente, y tú eres suficiente. En nuestras dudas y temores, la fe perdura, porque el amor de Dios y la fidelidad de Cristo son eternos.
Amén.





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