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Estaremos aquí

  • Foto del escritor: Marissa Galvan
    Marissa Galvan
  • 2 sept
  • 5 Min. de lectura

Sermón predicado por la pastora Marissa el 31 de agosto de 2025, basado en Lucas 14:1, 7-14


Un relato de dos estandartes

Recientemente, la familia Hong reemplazó el viejo estandarte afuera de nuestra iglesia con uno nuevo. Ese estandarte tiene una historia importante. David LaMotte, compositor, conferencista y activista por la paz en la Iglesia Presbiteriana, ha pasado más de tres décadas usando sus dones para invitar a las personas a reflexionar sobre la justicia, la reconciliación y la esperanza.


En 2016, según él mismo cuenta, se sintió profundamente perturbado por las divisiones que veía en los Estados Unidos. Entonces decidió crear una pancarta sencilla para el patio de su casa en Black Mountain, Carolina del Norte. Decía: «No importa de dónde seas, nos alegra que seas nuestro vecino». La tradujo al inglés y al árabe, y pronto sus vecinos y vecinas comenzaron a pedir copias. Con el tiempo, la hizo más ampliamente disponible, ampliando el mensaje para decir:


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“Somos vecinos y vecinas. No me importa por quién tú votes, el color de tu piel, de dónde vienes, tu religión, o a quién amas. Estaremos aquí para ti. Así es vivir en comunidad. Estamos contigo.”

El mensaje parece sencillo, enraizado en la hospitalidad. No borra nuestras diferencias, pero proclama una verdad básica: que toda persona es bienvenida y toda persona es nuestro prójimo. En un tiempo de polarización, el estandarte se ha convertido en un signo visible del llamado de Dios a amar al desconocido y extender la paz a través de las líneas de idioma, cultura y nación.


Pero, ¿es realmente tan sencillo hacer esto? ¿Podemos simplemente poner palabras como esas en las paredes y asumir que viviremos de acuerdo con ellas? ¿Creerá la gente lo que decimos?


Este estandarte me recordó otra historia que vi en las noticias. Un hombre en Carolina del Norte puso una pancarta en su patio que decía: «Construyan el muro: deporten a todos. Trump, comienza con mi vecindario primero». Cuando lo entrevistaron, admitió que su letrero estaba dirigido a su propio vecino, un hombre latino—ciudadano legal de los Estados Unidos—que tenía un taller cerca de su propiedad.


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Dos estandartes. Dos visiones muy diferentes de lo que significa ser vecino. Dos entendimientos muy distintos de la hospitalidad. Y aún así, somos una nación profundamente dividida—donde las palabras importan, y donde debemos ser responsables tanto de las palabras que decimos como de los compromisos que asumimos.


Una parábola

El pasaje de hoy nos dice que Jesús iba a la casa de uno de los principales de los fariseos para compartir una comida. Mientras estaba allí, notó cómo los invitados escogían los primeros asientos a la mesa. Esto no era inusual. En la cultura palestina, el asiento central del diván era el lugar de honor, y los hombres que se sentaban alrededor de él eran escogidos según su riqueza, poder o posición. Si un hombre importante llegaba tarde, se pedía a alguien de menor rango que se moviera a un asiento menos prestigioso.


Jesús ofrece un consejo muy práctico: escoge el lugar más bajo para que seas invitada o invitado a subir más arriba, en lugar de lo contrario. ¿Se lo pueden imaginar? ¡Qué vergüenza!—tener que bajar de categoría de repente.


Como personas invitadas, entonces, no debemos apresurarnos a ocupar el primer lugar de la mesa, sino escoger un lugar más humilde. Si nos invitan a sentarnos más cerca del anfitrión, eso es una bendición. Pero no debemos pensar de nosotros/as mismos/as como mejores que las demás personas, ni tampoco como menos dignos o dignas que las demás personas. La humildad importa. Como enseña Proverbios:


«No te vanaglories delante del rey ni te entremetas en el lugar de los grandes; porque mejor es que se te diga: “Sube acá”, antes que seas humillado delante del noble». (Proverbios 25:6–7)

Pero las palabras de Jesús no son solo para la gente invitada; también son para el anfitrión. Le recuerda que no invite a quienes pueden devolverle el favor, sino a la gente pobre, la manca, la coja y la ciega—la gente que no puede ofrecer nada a cambio. ¿Por qué?


“Y serás bienaventurado; porque ellos no te pueden retribuir, pero te será recompensado en la resurrección de los justos.”

Esta es la gran virada de tortilla del reino de Dios. Esta es la redefinición de la hospitalidad que Jesús enseñó—no solo a los poderes y principados, sino también a sus discípulos. Y estas son las lecciones que aún necesitamos aprender hoy.


La verdadera hospitalidad

Brandon Ambrosino, en un artículo que escribió, dice que las parábolas se cuentan «para sacudirnos, para despertarnos, para obligarnos a cuestionar nuestra propia superioridad moral». Entonces, ¿qué nos dice esta parábola sobre cómo se ejerce la hospitalidad—y cómo vivir los valores del estandarte que hemos decidido poner frente a nuestro templo?


Charles Raynal, reflexionando sobre el teólogo Karl Barth, nos recuerda que la hospitalidad cristiana no se trata solo de ser amables o acogedores/as. Se trata de vivir la comunión que Dios ya ha creado en Jesucristo. En Cristo, Dios ha hecho las paces con la humanidad, y la iglesia está llamada a mostrar esa paz construyendo una verdadera comunión mutua.


Barth señala cuatro maneras en que esta comunión toma forma en la vida de la iglesia:

  • Cuando nos acercamos a personas de todas las naciones, mostramos que el amor de Dios derriba los muros de idioma, cultura y nacionalidad.

  • En cuanto a la raza, la iglesia no puede dividirse en «iglesias blancas», «iglesias negras» o «iglesias morenas». En Cristo, somos un solo cuerpo.

  • Cuando nos reunimos entre diferentes culturas, no simplemente «bendecimos» nuestras diferencias, sino que permitimos que el Espíritu de Dios nos una como una sola familia de fe.

  • Y en nuestro cuidado mutuo, dejamos a un lado las divisiones del mundo entre gente rica y pobre, recordando que en la mesa de Cristo, todo el mundo es igual.


Entonces, cuando colocamos este estandarte afuera, estamos haciendo un compromiso. Nos comprometemos a vivir como una señal de la comunión de Dios en Cristo—derribando muros de nación, raza, cultura y clase—para que el mundo pueda ver en nuestras vidas una comunidad donde todo el mundo pertenece, y todo el mundo es igual en la mesa del reino de Dios. No importa por quién voten, el color de su piel, su fe o a quién amen—nos comprometemos a estar aquí para cada persona.


Eso es lo que significa comunidad. Eso es lo que significa hospitalidad. Eso es lo que verdaderamente es la familia de Dios, el reino de Dios.


El relato de nuestro estandarte

Estoy segura de que han visto estos letreros por ahí.


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Nos recuerdan aquel primer estandarte que David LaMotte hizo para su hogar. Aquí en Beechmont, hemos estado haciendo estandartes y pancartas para nuestra iglesia y colocándolas al frente—y ahora tenemos un estandarte nuevo, que pronto será acompañado por su versión en español.


Entonces, al reflexionar hoy sobre esta parábola… ¿qué dirán nuestros estandartes personales? ¿A quién invitaremos a nuestra mesa? ¿Dónde escogeremos sentarnos? ¿Escogeremos la humildad? ¿Cómo seremos prójimos? ¿Cómo viviremos la verdadera hospitalidad?


Hablemos con honestidad: es difícil invitar a nuestra mesa a alguien que votó diferente que nosotros/as. Es difícil dar la bienvenida a alguien que no viene del mismo lugar que nosotros/as. Es difícil cuando no comparte nuestra fe, o cuando habla de Dios de manera distinta a la nuestra. Es difícil cuando su identidad o sus expresiones de amor no son las que conocimos al crecer.


Pero… lo que Dios nos llama a hacer—y quienes Dios nos llama a ser—es una familia donde todas las personas pertenecen, aun cuando sea difícil.


Entonces, ¿qué estandarte creen que Dios quisiera que colocáramos en nuestro jardín al frente?


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Que Dios nos ayude a vivir como vivió Jesús,

a hablar como habló Jesús

y a amar como amó Jesús.

Amén.

 
 
 

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