Este sermón, basado en Santiago 5,13-20, fue predicado por la Rev. Candasu Vernon Cubbage el 29 de septiembre de 2024 (Domingo 26 del Tiempo Ordinario). Es el último sermón que es parte de una serie sobre el libro de Santiago titulada: «Reflejemos a Cristo en tiempos de desafío».
Al comenzar este pasaje Santiago hace una pregunta: «¿Hay alguien entre ustedes, que esté afligido?»
Sí, todo el mundo está afligido… de diferentes maneras. Algunas personas estamos más afligidas que otras.
La aflicción no es algo nuevo. La humanidad ha sufrido desde que Adán y Eva fueron expulsados del Jardín del Edén, tal vez incluso antes.
Técnicamente, la Biblia no afirma que Adán y Eva no experimentaran ningún mal antes de ser expulsados del paraíso en el Jardín del Edén. A menudo pensamos en el paraíso como un lugar ideal —tal vez el cielo—, pero «paraíso» es una palabra de origen persa (o iraní) que simplemente significa jardín o parque.
La Biblia no nos dice que Adán y Eva nunca se rompieron un hueso ni tuvieron dolor de cabeza ni gripe.
Lo que realmente dice la Biblia es que, mientras Adán y Eva permanecieron en el jardín, vivieron en comunión constante con Dios, y eso es lo que hacía que su vida se asemejara a lo que consideramos el paraíso, el cielo o el reino de Dios.
Estar en comunión con Dios significa mantener una conexión constante con Dios. No se trata solo de expresar a Dios nuestros deseos y necesidades, sino también de escucharle, oír su voz y hacer lo que Dios espera. La comunión constante implica estar en contacto con Dios en todo momento.
La Biblia relata que, después de abandonar el Jardín del Edén, Dios aumentó el dolor de Eva. Esto no significa que Eva no experimentara dolor antes de su partida. Es probable que Adán también sufriera dolor, y que para ambos el dolor se intensificara tras romper su comunión constante con Dios. De igual manera, nuestro sufrimiento se agrava cuando no mantenemos una comunión constante con Dios.
A veces, otras personas saben sobre nuestro sufrimiento, pero en otras ocasiones lo ocultamos. No deseamos que sepan cuánto nos duele o lo difícil que es nuestra vida porque eso nos hace sentir vulnerables. Creemos que, si otras personas conocieran nuestros dolores, nuestras luchas y nuestras debilidades, podrían sentirse inspiradas a juzgarnos o incluso atacarnos.
Santiago nos dice que, cuando sentimos aflicción, debemos orar. La oración es la manera en que nos conectamos con Dios, y a través de ella recuperamos el contacto con Dios cuando, accidental o intencionadamente, nos hemos apartado de su presencia.
La oración es la manera en que comunicamos nuestra alabanza, nuestra gratitud y nuestra devoción a Dios.
La oración es la manera en que comunicamos nuestros deseos, nuestras necesidades y nuestra preocupación por las demás personas.
Santiago nos llama a orar y hablar con Dios, a escuchar y prestar atención a Su respuesta. Sin embargo, incluso cuando oramos, a veces sentimos que no hacemos más que observar cómo el mundo colapsa a nuestro alrededor. A veces creemos que no oramos con las palabras adecuadas, pues creemos que Dios no nos escucha o no actúa ante nuestras súplicas.
La oración no depende realmente de las palabras que utilizamos. No importa cuán hermosas o largas sean nuestras oraciones.
La oración se trata de abrir nuestros corazones a Dios, de abrirnos a una conexión con Dios.
Cuando nos acercamos a Dios con todas nuestras esperanzas y temores, con todas nuestras alabanzas y confesiones, con todos nuestros sueños y fracasos, Dios nos escucha, nos ve, y Dios nos responde.
Cuando nos acercamos a Dios como grupo o comunidad y derramamos nuestros pensamientos y sentimientos ante Dios, podemos conectarnos con Dios en conjunto y permanecer en silencio, escuchar y responder en unidad.
Dios nos llama a escuchar lo que nos dice, tanto a nivel individual como colectivo. Es posible que cada persona aquí perciba solo una pequeña parte de la respuesta de Dios, pero cuando oramos y escuchamos en conjunto, podemos obtener una comprensión más clara y profunda de Su voluntad, y de cómo cada persona puede contribuir, como parte del grupo, a cumplir lo que Dios desea.
Al compartir nuestras distintas perspectivas, obtenemos una visión más clara de la situación que nos rodea. Cuanto más clara sea esa visión, más fácil será discernir lo que podemos y debemos hacer en conjunto, participando cada uno según sus capacidades.
Cuando una persona o un grupo entero necesita sanidad, conectarse con Dios a través de la oración puede esclarecer qué es lo que realmente debe ser sanado y cómo lograrlo.
Pero tú y yo no nos curamos ni nos curamos entre nosotros. Es Dios trabajando a través de nosotros quien sana a individuos y grupos y, en última instancia, sana a las naciones.
Cuando alguien, o todo un grupo, necesita perdón, conectarnos con Dios a través de la oración puede ayudarnos a comprender cómo es el perdón y cómo lograrlo.
Sin embargo, tú y yo no nos perdonamos a nosotros mismos. Es Dios, obrando a través de nosotros, quien perdona nuestros pecados, cualquiera que sean, y nos renueva para empezar de nuevo. Incluso cuando perdonamos a alguien, es en realidad el perdón de Dios actuando a través de nuestras acciones.
Vivimos en un mundo lleno de aflicción y maldad, pero este mismo mundo también está lleno de alegría y amor.
Dios nos llama a participar en la celebración y acción de gracias, incluso cuando atravesamos dificultades que ponen a prueba nuestra fuerza y resistencia. No debemos reservar nuestra gratitud y celebración hasta que el sufrimiento haya terminado; agradecemos y celebramos a Dios aun en tiempos de pruebas y tragedias.
Es difícil enfocarse en la alegría y el sufrimiento al mismo tiempo. Resulta complicado sentir alegría cuando estamos en aflicción o cuando otras personas a nuestro alrededor lo están. Sin embargo, Dios nos llama a permanecer firmes en el gozo, el amor y la esperanza, incluso en medio del mal y de la aflicción.
Hacemos esto manteniéndonos nuestra conexión con Dios en todo momento sin importar lo que suceda a nuestro alrededor.
Abrimos nuestra mente y nuestro corazón para ver y sentir la alegría y el sufrimiento que nos rodean. Nos entregamos al poder de la oración, el poder de Dios que actúa a través de nuestras vidas.
Nos acercamos a Dios en oración con todos los detalles de nuestra vida: nuestras alegrías, tristezas y necesidades, así como las de las demás personas. No lo hacemos para informarle de nuestros deseos y necesidades, pues Dios ya los conoce.
Venimos a Dios con todas estas cosas para que, como individuos y como comunidad, podamos comprender mejor los problemas y las soluciones.
En oración, compartimos mutuamente los nombres de quienes están enfermos, quienes están solos, y quienes tienen hambre.
En oración compartimos los problemas de la comunidad junto a la injusticia y la necesidad de tener una visión de futuro.
La oración no es solo una lista de cosas que queremos o necesitamos. Tampoco es solo un inventario que leemos a Dios y que luego nos quedamos esperando que Él actúe mientras permanecemos en pasividad.
La oración es el abrirnos al poder del Espíritu para que Dios pueda obrar a través de nuestras acciones y palabras.
Las oraciones no son solo palabras; a veces no hay ninguna palabra cuando oramos. A veces, la oración es una idea, un anhelo, un anclarnos en la esperanza. A veces, la oración es una canción, un cuadro o una danza.
La oración es ver lo que Dios está tratando de mostrarnos y escuchar lo que Dios está tratando de decirnos.
No importa si decimos la oración en voz alta o si alguien más ora por nosotros/as. No importa si la oración fue escrita en el pasado, o dicha en el momento, o si es la misma oración que se ha usado durante generaciones.
A veces una oración es algo que no se dice, pero que se hace.
Santiago habla específicamente de la oración de fe.
La oración de fe es el voto o compromiso de nuestra creencia.
La oración de fe es una promesa solemne que le hacemos a Dios de hacer algo o de abstenernos de hacer algo.
La oración de fe sana a la gente enferma, pero sanar no es exactamente lo mismo que curar.
En realidad, curar significa que un tratamiento hace desaparecer un problema y que no se espera su reaparición.
Sanar significa que alguien vuelve a recuperar su sanidad. La persona curada mejora, pero no necesariamente queda como nueva. A veces, la curación deja una cicatriz o un cambio.
La oración de fe da el perdón a cualquiera que haya cometido pecados, pero el perdón no significa que lo que se hizo esté bien. Perdonar es soltar y cortar los lazos con la ira y el dolor causados por los actos que necesitan perdón.
Una vez que perdonamos cortamos los lazos con la ira y el dolor que sentimos.
Una vez que recibimos perdón, obtenemos libertad de la ira y el dolor que causamos.
La oración de fe no es algo que hagamos en soledad. Es una oración hecha por toda la comunidad. Oramos los unos con las otras y las unas por los otros. Compartimos nuestras luchas. Nos confesamos nuestros pecados mutuamente y esos pecados serán perdonados.
A través de la oración de fe toda persona vuelve a estar sana.
La semana pasada escuchamos hablar sobre la lengua venenosa, la lengua que la pastora Marissa dijo que era una voz de sabiduría de lo bajo que hace más daño que bien.
Estamos hablando de chismes, de decir cosas mezquinas o hirientes sobre personas que consideramos extrañas, las que viven en nuestro vecindario o incluso sobre nuestras amistades.
Santiago nos recuerda que nuestras palabras también pueden ser buenas y útiles, y que nuestras oraciones tienen el poder de restaurar comunidades. Nos invita a recordar las historias de nuestros antepasados, quienes también enfrentaron pruebas y, al superarlas, alcanzaron la reconciliación.
Sin embargo, la restauración de la comunidad no sucede de un día para otro. Esto puede ser motivo de frustración.
Vemos el mal que nos rodea: la injusticia, la pobreza, el quebrantamiento, la exclusión, la ira y el odio.
Anhelamos que todas estas cosas sean sanadas, y queremos esa sanidad de inmediato. Vivimos con impaciencia y agotamiento frente a un mundo que parece estar lejos de lo que Dios desea. Nos preguntamos dónde está Dios en medio de todo esto.
El Apocalipsis, capítulo 21, nos recuerda que el hogar de Dios está en medio de nosotros. Dios habitará con la humanidad, seremos su pueblo. Dios enjugará toda lágrima de nuestros ojos. Ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto, ni dolor, porque las primeras cosas habrán pasado.
Y Dios dijo: «Mira, yo hago nuevas todas las cosas».
Oremos:
Oh Dios, has prometido habitar entre nosotros y que seremos tu pueblo. Abre nuestros oídos, corazones y mentes para que podamos entender mejor tu voluntad, y para que seamos tus trabajadores y mensajeros aquí en la tierra. Actúa a través de nuestras vidas para esparcir la sanidad y el perdón por todo el mundo.
Amén.
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